Nos cuenta nuestro bibliófago particular, refiriéndose a las
polillas papeleras y otros bichejos devoradores de libros, que «su número
parece haber decrecido sensiblemente en los últimos años», y se pregunta si no
será porque «no han tenido aún tiempo de acostumbrarse a los nuevos sabores
espúreos».
Esto de arriba en cuanto al continente literario. Pero
nuestro ya querido narrador también nos habla del contenido, parte que le
corresponde al autor, y nos recuerda «aquello que viene en El Quijote tocante al escritor que sólo mira el interés y el
dinero, “porque no hará sino harbar, harbar como sastre en vísperas de
Pascua”».
La pregunta que me hago es: si la decadencia libresca empezó hace
tanto, ¿qué se edita ahora y cómo? Mientras pienso en ello, contemplo mi
modesta biblioteca con severidad. Si ―por un motivo u otro― un ejemplar no
resulta apetecible, mejor arrojarlo ―fragmentado― al contenedor de papel (no vaya
a caer en manos incautas).
Hablando de manos, no es casualidad que estas exquisitas
Confesiones nos lleguen de la experta mano (más artística que libreril) de Pez
de Plata, editorial aún bibliófila (rara avis) que disfruta editando bien-bien
tanto por dentro como por fuera. El día que funde mi propio Book-eater’s Club, estas confesiones constituirán el plato fuerte de
la cena inaugural.
Cuando empecé estas Confesiones, esperaba encontrarme con un
Confeso apasionado, hedonista y algo licencioso. Pero no. Aunque de alguna
manera él asegura que de joven «tenía las dosis suficientes de fervor y
apasionamiento», estoy convencido de que su bibliofagia siempre fue pura,
intachable, perfecta: una entrañable historia de amor al viejo estilo.
He leído este post unas cuantas veces. Y me ha conducido a pensar. Mucho. Lo malo es que mi cabeza ha tomado senderos inadecuados (oh, qué novedad...). De repente me he encontrado preguntándome cuál es el mejor destino final para ese libro que no apetecible. No. Realmente no es eso lo que me pregunto, ni lo que me preocupa. Lo que me preocupa es qué sentiría el autor de ese libro no apetecible ante esos posibles destinos. Y poniéndome en una supuesta piel de artista, ninguno de los posibles destinos me consuela. A ningún padre le gusta que sus hijos sean rechazados. Todo alumbramiento es doloroso. Y aunque el hijo salga feo, no deja de ser tu hijo… Hem… Los libros deberían ser como los hijos: no se admiten devoluciones. Sí. Esto es un sinsentido. O no. O sólo en parte (Ya me conoces…)
ResponderEliminarAbrazotes
Si se hace con amor y sale feo, no pasa nada. Pero tengo algunos títulos que fueron paridos feos a propósito. Porque en este mundillo libresco lo feo se vende bien. Lo peor del asunto es que algunos los compré yo, aunque la mayor parte de las veces por compromiso. El último fue el "Orfanato de Heskinn" (Editorial Amarante): después de leer la primera página, rechacé la propuesta que me habían hecho. Sí, lo compré para ver qué editaban: ya lo he visto y jamás publicaré con ellos. y con esta Editorial ya van seis este año. De rechazado he pasado a rechazador.
EliminarEn mi dispersa euforia mental se me pasó por alto el hecho constatado de que son pocas las editoriales que “alumbran” por amor. Para ello tendrían que ser escrupulosas en su elección y coherentes en con sus principios (quizás lo sean, solo que sus principios no coinciden con los de algunos –sensatos aunque a contracorriente- Románticos…).
ResponderEliminarMe reconforta tu actitud rechazadora. Puede parecer Quijotesta. Y coherente. Y de saber hacia dónde no se quiere ir que, en mi humilde opinión, es una de las mejores maneras de hacer -incluso de encontrar- el Camino correcto. Y tan a gustito que nos quedamos. Como decía mi profe de gimnasia, que seas tú quien pases por la vida y no la vida por ti… o como dirías tú mismo, ya que de todas maneras tendremos que morir, “morir con las botas puestas”…
Abrazotes (voy a mi café de media mañana…)