(0)
Estoy leyendo La ciudad en invierno, ópera prima de
Elvira Navarro, publicada por Caballo de Troya en 2007. Como no hace mucho
escribí una crítica sobre La trabajadora,
última obra de nuestra autora, me pongo en contacto con ella y le digo textualmente:
―Puesto que
el libro está dividido en cuatro partes, se me ocurre que podría escribir una
pentalogía, prólogo y cuatro partes, que se publicarían semanalmente. Si te lo
comento es porque sería genial que pudiera hacerte una pregunta al final de
cada reflexión.
A lo que
Elvira me responde:
―Estaré encantada de que escribas lo que consideres
oportuno, claro que sí. La interlocución es lo que le da vida a los libros.
Puedes hacerme esa pregunta al final de cada reflexión, por supuesto. Ya me
cuentas.
La pentalogía interactiva está, pues, en marcha. Me digo que no
estaría de más echarle un vistazo a las críticas que la novela ha recibido,
sobre todo para no repetir lo que otros han dicho. Y entonces encuentro una
lista con un veintenar largo. No esperaba tantas. No tengo ganas de leer
tantas. Además, si las leo, podrían influirme. Así que las copio y cuento las
palabras para hacerme una idea del contenido: catorce mil quinientas (14.500).
Caramba, se podría editar un volumen con ellas...
No pienso leerlas, desde luego, pero se me ocurre buscar una palabra
para ver si alguien la ha mencionado: catarsis. Y la encuentro en la crítica de
Recaredo Veredas, pero en referencia a la protagonista, mientras que a mí me
interesan más los lectores. Entiendo que las obras descarnadas... (Pausa.) Aquí
me he parado por el adjetivo. Descarnado. Como tengo las críticas abiertas en
un Word, busco la palabra sin la
última vocal (descarnad) para que me aparezcan todos los vocablos. Y,
curiosamente, encuentro cuatro, uno de cada: descarnada, descarnado y sus
plurales. No son demasiados...
En el párrafo anterior iba a decir que solo me interesa el arte
descarnado si pretende ser catártico. Como imagino que algunos lectores no
estarán familiarizados con esta expresión, indicaremos que la catarsis es la purificación
o crecimiento personal que experimentamos a través de la compasión, el horror y demás emociones
derivadas del arte descarnado. Y lo que hasta ahora he leído (de esta
Ciudad en invierno) es catártico,
pedagógico, terapéutico, moral en su inmoralidad.
Termino
este prólogo con la pregunta prometida (confieso que al escribir esto ya he
formulado y borrado media docena que no me convencían, pues aún no quiero
entrar en la zona estrictamente literaria y no es fácil elaborar una pregunta
sobre este invierno nuestro que se adivina interminable, de manera que pregunto
y no pregunto, y me conformaría con una respuesta de dos o cuatro sílabas
[cinco o nueve letras], aunque presiento que al menos recibiremos una frase):
―La ciudad en invierno existe, está a nuestro alrededor, casi siempre invisible, y no es fácil
soslayarla ni deberíamos hacerlo, pero ¿cuántas ciudades en invierno hemos de leer todos y cada uno de nosotros
para que a la ciudad llegue la primavera?
A lo que
Elvira me responde:
―No creo en
los deberes ni en que todos debamos llegar a una primavera. Tendemos, y valga
esto que ahora consigno como muestra de ello, a generalizar nuestros puntos de
vista, y la peor de las generalizaciones es la de considerar que los valores
propios que catalogamos como buenos son un imperativo moral. Considero que eso
es autoritarismo. Fascismo. No creo que haya nada que deba imponerse, no hay
lecturas ni vivencias ni creencias obligatorias, y nada me da más asco que
quienes juzgan a los otros en nombre del bien. Una parte considerable de la
mierda que hay en este mundo es la que se produce en nombre del bien. La
Iglesia ha considerado hasta hace tres días que las mujeres no tenían alma en
nombre del bien. El comunismo ha masacrado en nombre del bien. Las democracias
occidentales invaden países y asesinan en nombre del bien. Nos permitimos sentirnos
por encima de los demás cuando no responden a nuestra idea de lo bueno. En fin,
que me bajo del cuantas ciudades en invierno deben leerse porque me parece un
error creer que podemos saber lo que necesitan los otros e imponérselo.
(1)
La primera parte
de La ciudad en invierno se titula Expiación
y cuenta con tres protagonistas: una niña y dos adultas. Entro en este momento
narrativo vestido de lector experimentado. Aunque no sé qué me voy a encontrar,
no tengo ningún miedo. ¡Tengo tanta
experiencia! Vamos, que soy un lector curtido. Y de repente, entre «unos veinte
chalets estilo años setenta, modestos, que ascienden por la ladera de la
montaña y que tienen todos un gran jardín reseco», me siento culpable.
Culpable cuando
«las dos mujeres, satisfechas, se lanzan al pollo, que devoran en escasos minutos».
Culpable cuando
«también la niña traga todo lo rápido que puede, deseando por favor que la
comida acabe cuanto antes».
Y tal vez por
esa culpabilidad ajena (pues no creo haber derramado mi influjo sobre niño
alguno), no tardo en ponerme de parte de la niña. La perversidad infantil no me
inquieta, la considero fruto de la inconsciencia; me inquieta bastante más la
necedad del adulto que no lo es, de la persona que no ha conseguido madurar y
que, por consiguiente, tampoco ha aprendido a relacionarse con sus semejantes y
menos aún con los niños.
La autora podría
decir que no se trata de ponerse de parte de nadie, que lo que nos cuenta es
algo que simplemente ocurre, que somos así. Pero, qué le vamos a hacer, yo
también soy como soy, un ser utópico, y quiero pensar que alguien tiene la
culpa y que eso que somos tiene arreglo hasta cierto punto, ya que lo contrario
sería como afirmar que la cosa no tiene arreglo «porque somos así» y
entonces... ni siquiera valdría la pena escribir sobre ello.
Ahora me viene a
la cabeza el nihilismo, y ¿qué hago?, pues lo que ya podéis imaginar, me voy al
Word de las veintitantas críticas y
busco «nihilis» para que me salgan todos los vocablos relacionados. Solo
encuentro uno y, además, el autor lo utiliza para situar esta obra fuera de él,
lo cual me alegra. Indicaré que, al hablar de nihilismo, me refiero a la
negación del conocimiento y la moral.
Expiación está escrita con compleja
sencillez, en una tercera persona con vocación de primera, con unas tías
demasiado familiares que dicen cosas como «me produces dolor» y una niña
sensible que repite mentalmente «dolor, dolor, dolor, y con toda su alma
rechaza esta palabra, negra y seca como una tarde de bochorno encerrada en la
casa».
Dos tías.
Una sobrina. Y «un ambiente tan afilado como un cuchillo». En el ecuador de
esta escena es mentada la madre ausente: «Ya no soporto a la niña, Inés», y es
en este punto donde con más claridad percibo el abandono, el desamparo de una
niña puesta en manos de alguien que no la soporta. Expiación. Aquí me parece pertinente transcribir las cuatro
acepciones que la RAE da al verbo expiar:
1ª. Borrar las culpas, purificarse de ellas por medio de algún sacrificio.
2ª. Dicho de un delincuente: Sufrir la pena impuesta por los tribunales.
3ª. Padecer trabajos a causa de desaciertos o malos procederes.
4ª. Purificar algo profanado, como un templo.
―No encuentro culpa en
Clara (nuestra niña protagonista) y tampoco es una delincuente. ¿Podría
valernos la tercera? Quizás, pero al leer la cuarta entiendo que es esta la que
define el título. ¿Estamos de acuerdo, Elvira?
―Pongo los títulos de
manera intuitiva. No sé si esto es bueno o malo, pero no puedo remediar la
sensación de que a un texto le pertenece un título determinado, y de que si lo
cambio, estoy traicionando algo esencial del texto que, más que a su solución,
apunta a su misterio. Natalia Ginzburg explica muy bien esta suerte de
imperativo de los nombres, de la palabra, en su prólogo a Léxico familiar. Por otra parte, los significados dependen de un
contexto, y ese contexto estira la literalidad de los diccionarios. El título Expiación es inseparable para mí de la
imagen de la niña en la piscina y de la tía pidiéndole salir del agua. No
pretendo que el título explique el cuento o cierre su significado, pero sí, y
esto también de una manera intuitiva, apelar a todo el lenguaje sentimental y
manipulador de la culpa. La culpa es una interpretación que se hace de un
hecho, y desde luego es lo que la tía pretende arrojar sobre la sobrina, quien
se aferra al hecho puro, o a algo que está cerca de ello, y por tanto, libre de
culpa. Esta celebración de lo amoral se da, o esa es mi experiencia, sobre todo
en la infancia, y cabría aquí la pregunta de dónde situamos la expiación, o
incluso de si ésta es necesaria. Quizás la expiación sea la simple
reivindicación de la inocencia que el lector puede ver en la niña, aunque insisto
en que el significado no está cerrado porque si así fuera, es probable que yo
ni siquiera hubiese escrito ese cuento. Escribo sobre lo que permanece oscuro
para mí.
(2)
Cuando en el capítulo
anterior me decanto por esa cuarta acepción y digo que el título (Expiación) me suena a purificación de
algo profanado, estoy pensando en Clara, en la niñez que representa y en todas
las profanaciones psicológicas infantiles. Sin embargo, la respuesta de Elvira
es determinante y la supuesta profanación se queda en posibilidad, en una
posibilidad más, pues, como bien dice, el
significado no está cerrado.
La segunda
parte de La ciudad en invierno se
titula Cabeza de huevo. No sabía, al
iniciar esta pentalogía, que me iba a encontrar de nuevo con Clara. En la
primera parte teníamos tres protagonistas y en esta segunda también. Si antes
fueron dos adultas y una niña, ahora nos encontramos con dos chicas adolescentes
y un adulto.
Expiación me supo a introversión. Cabeza de huevo me sabe a acción. Expiación me supo a bomba de relojería. Cabeza de huevo me sabe a detonante. Si
en Expiación los protagonistas
pensaban, en Cabeza de huevo actúan.
El mundo adulto armó la bomba y es de nuevo un adulto quien la hace estallar.
Pretendo
hablar de este libro sin contarlo. Reflexionar sobre la esencia sin hablar de
los hechos. No es probable que el lector recuerde todo lo que aquí estoy
exponiendo. La idea es que el lector se sienta atraído por lo que aquí se dice
y que, cuando empiece a leer la obra, recuerde únicamente que trata de Clara
(niña y adolescente) y de los adultos con los que se relaciona. El lector
también puede recordar que el que escribe está de parte de la infancia, de la
adolescencia. Si recuerda todo esto, ya será mucho. Pero lo importante es que
el lector podrá descubrir la obra personalmente.
En esta
segunda parte, una Clara adolescente vuelve a encontrarse con el adulto
equivocado (y no es de la familia). No diré más. De todos modos, formulo la
pregunta correspondiente: ¿estoy contando demasiado? Es mi eterno miedo: me da
mucha rabia que me cuenten los libros y no quiero yo hacer lo mismo.
La
conclusión que saco en esta segunda parte es que cuando adolescentes y adultos
se mezclan, los adultos son siempre los responsables. Disculpo el desliz del
adolescente, no así el del adulto. He sido adolescente y sé de la inconsciencia
que yo mismo he vivido y que te lleva a hacer cosas de las que luego te avergüenzas,
cosas que treinta años después no entiendes que hayas podido hacer. Por eso,
porque lo he sufrido en mis carnes y he aprendido, excuso, disculpo más al
joven que al viejo, que debería aprender de sus errores.
¡Es que la
niña es un demonio!, dirán algunos. Es posible ―acepto―, pero ¿desde cuándo?
Nacemos con el demonio dentro o nos lo meten nuestros seres queridos, nuestra
querida sociedad: no lo sé, creo que este es el enigma que plantea la autora,
el eterno dilema, pero si he de dar una respuesta, diré que un demonio
apaciguado es menos demonio.
―Pues bien,
Elvira, la pregunta está hecha: ¿estoy contando demasiado?
―No te
preocupes, no has contado nada sobre la historia. Voy a intentar comentar
algunas de las cosas que dices. Te ha sorprendido que la protagonista sea Clara
porque el libro se presenta como un conjunto de relatos y estamos acostumbrados
a que los límites del cuento sean más precisos: se acaba la historia, y también
quienes la protagonizan. Cuando no es así, las fronteras genéricas comienzan a
difuminarse, y eso es lo que pasó con La
ciudad en invierno, que fue leído no
sólo como un conjunto o ciclo de cuentos, sino también como una nouvelle e incluso como una novela. La
ciudad en invierno fue un proyecto no planeado. En realidad, yo estaba
escribiendo otra historia, concretamente la que constituye la segunda parte de
mi segundo libro, La ciudad feliz, y
al tratar de cerrarla, sólo se me ocurrían relatos. Luego los junté y me di
cuenta de su unidad. De que tenía un libro. El cuento Cabeza de huevo fue el más fácil y al mismo tiempo el más difícil
de escribir. Me salió de una sentada la parte de la historia que va desde el
principio hasta que las niñas conocen al ciego. Ahí me paré, y transcurrieron
seis meses hasta que escribí de otra sentada lo que ocurre a continuación. En
ese parón hubo una censura, no porque me resulte difícil escribir salvajadas,
sino porque me di cuenta de que yo estaba disfrutando como una enana con la
crueldad extrema de la historia. Eso me dio miedo. Estaba disfrutando
exactamente igual que esas niñas, y de una forma que no era nueva, sino que venía
de mi infancia y de mi preadolescencia, cuando me asomaba por primera vez a lo
que era tener poder, en especial poder sexual. Siempre me ha parecido que el poder
genera una confusión sobre sí mismo, pues en la medida en que es poder, parece
no tener límites para tornarse arbitrario. Sin embargo, la arbitrariedad lo
destruye. Ahí es donde se descubre, o al menos eso creo yo, que el verdadero
poder se comparte. No es para uno mismo, ni está al servicio de la destrucción,
pues si genera destrucción, eso se le vuelve en contra. El ataque no es ninguna
defensa: sólo genera más ataque. El caso es que en Cabeza de huevo la perversión del poder se desarrolla a través de
la rabia y el capricho. Clara, por un lado, se venga del mundo adulto. De lo
que ve. De la debilidad. Es un personaje que no soporta la debilidad. Ella
considera que de ahí vienen todos los males. Por otro lado, experimenta con el
poder, y lo hace de forma arbitraria y a lo bestia.
(3)
Entro en la tercera parte,
la que da nombre al libro. La ciudad en
invierno. Es la parte más larga y me encuentro con un nuevo triángulo:
Clara y sus padres. Hay más personajes, pero son secundarios. La actitud de la
madre ratifica la idea de que el pequeño demonio que Clara llevaba dentro ha
sido alimentado a conciencia. Mientras leo, no puedo dejar de pensar en esos
adultos que quieren a toda costa inocular su veneno a los niños, a los
adolescentes, a los jóvenes que encuentran a su paso.
«Ciertos
minerales, la pizarra, la mica, poseen una estructura foliácea, pero también
ciertas psicologías o, por mejor decir, la psicología humana en general
participa de esta constitución tendente a laminarse; un golpe breve y se fragmenta
el ser, un ligero tropiezo y caen las delgadas láminas, y en su caída chocan
contra cualquier superficie, quebrándose», piensa el Sergio Prim de Belén Gopegui.
Siguiendo
con nuestra fragilidad, comentaba Joseph Kessel que algunos médicos le
escribieron para decirle que habían conocido a mujeres como Severine. Según
ellos, Belle de Jour era un excelente
ejemplo de cierta patología. Pero el autor solo pretendía mostrar el terrible
divorcio entre el corazón y la carne, entre un verdadero amor y la implacable
exigencia de los sentidos. Sin embargo, es difícil olvidar que la patología de
Severine comenzó la mañana en que un fontanero la atrajo hacia sí para quemarle
la nuca con unos labios sin afeitar y meterle las manos bajo la falda entre un
olor a gas y a fuerza. Tenía ocho años y nunca sabremos qué exigencias carnales
hubiera tenido la Severine adulta no profanada.
Algunos
adultos no respetan la niñez, ni la adolescencia. Algunos adultos no se
respetan. Algunos adultos no son adultos (si entendemos que un adulto es
alguien cultivado, experimentado, que ha llegado a cierto grado de perfección).
En esta
ciudad invernal, los padres de Clara quieren lo mejor para su hija, porque la
quieren, a fin de cuentas es su hija y todos los padres quieren a sus hijos,
pero muchos aún no han llegado a la adultez, como estos que hoy la cubren de
besos y caricias y mañana protagonizan una escalada de gritos.
En esta
ciudad invernal todos somos víctimas. Todos fuimos niños. Todos estamos
contaminados. Todos estamos solos. Todos sufrimos la inconsciencia de la niñez,
la confusión de la adolescencia, las dudas del adulto. Es como si jugáramos al
todos contra todos. Y todos perdemos.
Intentaré
quitarle tensión al momento con una pregunta de las de todos para todos:
―Elvira,
¿qué sentiste cuando el editor te dijo que el público iba a conocer a Clara?
―Tardé
unos meses en hacerme a la idea. Cuando algo que considero importante me
ocurre, siempre lo vivo como algo irreal. La exposición de Clara no me asustaba
ni me generaba ningún sentimiento. Lo que me ponía nerviosa era la exposición
de la escritura. Nunca antes había publicado, desconocía lo que significaba que
alguien anónimo leyera tu texto, y temía los juicios porque me importaba
demasiado saber si había acertado o fracasado. En cierto modo, y a pesar de que
habría argumentado a la contra de lo que ahora voy a decir si alguien me
hubiera preguntado, había en mí una creencia en el valor intrínseco de una
obra. Ahora ya no creo en ello, y pienso que buena parte del valor y del significado
lo genera el contexto, y que acertar y errar son cosas relativas, lo cual me
lleva a sentirme mucho más libre. Esto que digo es una obviedad, claro, pero a
mí me ha costado que la obviedad pase de la cabeza al cuerpo, quizás porque en
España funcionamos aún mucho, en términos psicológicos y de creación de
realidad, con una estructura que es la del dogma ―no me refiero, claro, al
dogma católico, sino a que creemos en una verdad, sea cual sea―. En fin, y
resumiendo: que antes me importaba
hacerlo bien, cosa ésta que pasa por el juicio externo, pues aunque una dé lo
mejor de sí eso no garantiza que el resultado sea bueno; ahora, aunque por
supuesto sea sensible a la opinión ajena y siga tratando de dar lo mejor de mí,
lo que más me importa es hacer lo que yo quiero, investigar lo que me interesa,
equivocarme o acertar en mis propios términos.
(4)
Amor. Hemos llegado a la cuarta parte de La ciudad en invierno. El miedo, la confusión y un instinto que no
atiende a razones. Un último triángulo con un ángulo ¿demasiado? afilado:
Clara, su pretendiente y un adulto que vive más allá de los grandes bulevares,
cerca de la autopista, «en una casa rodeada de un terreno yermo donde se
apelotonan neumáticos, sillones desvencijados, piezas de coche y
electrodomésticos devorados por el óxido».
En este
viaje nos hemos encontrado con el miedo y con el asco pero también con el
placer que estos pueden generar. Clara no sabe lo que quiere pero sí sabe lo
que desea. O tal vez solo sabe lo que no desea. «Siente el miedo agarrado al
pecho, y también ese prurito de placer que le viene nada más despedirse de sus
compañeras y tomar la amplia avenida.» Clara tiene «la certeza de acercarse a
algo que le pertenece por completo. Algo oscuro, desconocido e inmenso», y
«cuando decide volver a su casa, la noche se ha hecho ya enorme».
Me he
tomado la libertad de sacar de contexto estos tres fragmentos. Espero que la
autora lo apruebe y esta es la pregunta que le hago. Acabaré confesando que
esta Ciudad en invierno se me ha
agarrado al pecho provocándome al mismo tiempo un prurito de placer, desde el
principio y en todo momento he tenido la certeza de que me acercaba a algo
oscuro, desconocido e inmenso, y cuando finalmente cierro el libro, entiendo
que la noche se ha hecho ya enorme.
―Tu turno,
Elvira.
―Muchas
gracias de nuevo por tu lectura. Me sorprende releer esos fragmentos porque
reconozco el sentimiento que los producía de una manera extraña, como si
estuviera contemplando a un personaje y no a la que yo era (o a los personajes
que mi yo de entonces generaba). Me apena, porque ya no soy capaz de sentir eso
con tanta intensidad. Ha dejado de pertenecerme. Amor, el último de los relatos, fue en verdad el segundo en
ejecución. De él brotaron Cabeza de huevo
y La ciudad en invierno, es decir,
los que en el libro ocupan la parte central, así como la poética del conjunto,
que me cuesta definir con unas palabras distintas a la de los fragmentos que
has seleccionado, y que apuntan hacia una oscuridad de la protagonista que al
mismo tiempo se encarna en la ciudad, que funciona como metáfora. Esa oscuridad
refiere a los límites de la identidad, y está en pugna con lo social, que se
rige por convenciones que jamás pueden ser oscuras (no me estoy refiriendo a lo
moral, sino a lo constitutivo de un cuerpo social). Quería recorrer esa
paradoja. En teoría se está hablando de amor, pero no es posible ir hacia lo
que la protagonista siente como tal, que es algo no normativizado. El ritual
del amor adolescente ha de pasar por los ojos de los compañeros del colegio, y
entonces Clara se rebela. Esto puede asimismo funcionar como metáfora de
cualquier otra cosa que un sujeto siente o piensa, y que lo impulsa a un lugar
desconocido. La convención, la norma, trata de anular esa zona oscura, pues en
ella los individuos no son controlables. El cuento, además, tiene mucho de
homenaje a Valencia, la ciudad donde crecí. Caminar por ella mientras fui niña
y adolescente supuso un descubrimiento continuo, un deslumbramiento, que
seguramente se habría producido igualmente en cualquier otro lugar. Pero bueno,
a mí me tocó vivirlo ahí. La intensidad y la oscuridad, para mí, tienen los
colores de las calles de Valencia.
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