(Inicio de El murmullo
[páginas 7-25])
Lo primero que siento cuando empiezo a leer El murmullo es el pretendido
distanciamiento del narrador: como si quisiera limitarse a contar lo sucedido
(sin involucrarse): un arranque genial, pues nuestro narrador es periodista. Sin
embargo, poco a poco se va metiendo y no solo eso: nos desnuda su alma: un striptease integral que lo deja todo al
descubierto.
El estilo es penetrante, sutil, técnico; el ritmo, preciso y
sugerente. Me gusta cómo entra en escena esa primera persona narradora que
enseguida se nos muestra tal cual es. Aunque estamos hablando de una primera
persona mitótica que se
desdobla en cuatro: la que habla del caso, la que nos cuenta las cosas de la
Gloria-periodista, la que nos acerca a la Gloria-mujer y la que ―de manera
confesional― nos muestra al narrador en su forma más pura.
(Segunda entrega de El
murmullo [páginas 26-70])
En este punto, el narrador nos sorprende con una nueva voz
que nos involucra. Y aún aparecerán más voces. El narrador es plural,
reflexivo, interrogador. Desde la coyuntura periodística de 2014, un periodista
se analiza, nos analiza, los analiza.
El murmullo no es una
historia batida/tragable. Si un lector inocente se introduce en ella, la
sentirá como «una barra de pan mordida no en su punta, como dicta la
convención, sino por la mitad de uno de sus lados. Extraña, perturbadoramente
incompleta».
(Tercera [y última] entrega de El murmullo [páginas 71-184])
¡Ni el narrador sale airoso en esta historia donde el daño
físico es secundario! No importa quién desea «Feliz año» y quién responde «Será
complicado». Nadie entre estas páginas lo tiene fácil, ni siquiera
extrapáginas, pues el lector tampoco sale indemne.
Milo construye una jaula de la que es difícil escapar. Hasta
la voz narradora queda atrapada en su propia historia. El murmullo es la pesadilla que nadie quiere tener, en la que nadie
quiere pensar, pues es cotidiana y nos acecha como esa «sombra que se excita al
saberse observada».
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